Conversaba hace días sobre películas, ficción, realidad y demás trivialidades, pensamos en algunos ejemplos y discutimos sobre cuánto de eso no llega, nos toca, nos afecta.
Uno de los amigos de aquella tertulia, recordó la historia
de “Sherk”.
La vida de las criaturas de los cuentos de hadas: tranquila,
apacible, siempre la misma… “Y todos vivieron felices para siempre”, se hizo
ironía en esta animación. Un ogro convertido en héroe, presentado como una antinomia
del típico príncipe azul en un afán de comprender que hoy, la realidad tiene
más ogros que príncipes.
El reino de Duloc, donde se desarrolla este cuento, era un
lugar en que todo podía pasar o mejor aún, donde lo impensable pasó. La
princesa se enamoró del ogro y las barreras que podían impedir la realización
de ese sentimiento, fueron eliminadas con la frescura e irreverencia de los
personajes, contraria a la mayoría de las historias reales.
¿Cuánto de eso nos sucede?
Los prejuicios con que se definen a las personas _
generalmente guiados por las experiencias de otros_ constituyen la aniquilación
de lo que podrían ser las mejores cosas de la vida… tal vez. Los prototipos han
sido creados por los hombres para establecer límites y restricciones y al parecer
cada día nos sentimos más cómodos con ellos, una especie de capa.
El típico final de los cuentos de hadas, fue también un
final feliz en la historia de Sherk, obviamente, pero con un sabor a realidad.
Después de todo, tampoco la fantasía está libre de prejuicios.
Lo bueno, lo malo, lo feo y lo bello coexisten irremediablemente, lo que me
lleva a pensar que tal vez no seamos nosotros los que equivocamos el camino,
sino que es el mundo real que no está listo para ser feliz.
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